Dejé que se me llevaran los acordes melodiosos, intangibles,
a algún lugar no sé muy bien dónde. La música florece y se extingue en el
tiempo y, en cambio, es puerta que se abre a mundos intemporales.
¡Oh, música de los dioses! Deidad en sí misma,
ritmo divino, armonía celeste, melodía antiquísima, siempre joven.
La música abre puertas, tiende puentes, como la
palabra, entre lo divino y lo humano, entre lo finito y lo infinito, lo mortal
y lo imperecedero.
Y te miro a ti haciendo tu música, abriendo puertas,
tendiendo puentes, mostrándome el mismo mundo de siempre de otro modo
absolutamente desconocido, y pienso que quizá seas alguna suerte de arcángel
que viene a abrirme los ojos.
Pero termina la obra, escrita por un mortal, y tu
sonrisa inabarcable me recuerda que no eres ningún ser impalpable, incorpóreo,
sino que eres hombre, como yo, hecho de carne y de sangre.
Tu corazón, como el mío, tiene las mismas flaquezas
y los mismos anhelos, tu alma sufre de lo mismo que la mía y tu espíritu se
engrandece por las mismas cosas que el mío propio.
Termina el concierto. Te doy un apretón de manos.
Gracias. Lo digo de corazón, gracias. Hoy me has enseñado lo que significa ser
hombre.
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