El sol de la mañana doraba
su torso desnudo. Los brazos tostados, como el pecho, estaban manchados de mil
colores. Su sombrero ancho de paja le ensombrecía los ojos verdes, fascinantes,
extraordinarios, ventanas del alma; capaces de expresar el amor más apasionado y el
odio más profundo.
Y esos ojos miraban con
expresión vivaracha un lienzo a medio pintar. Se veían las líneas dibujadas a
carboncillo por debajo de una fina capa de pintura muy aguada. Aquello que
pintaba apenas era todavía el sueño de un cuadro que iba tomando forma.
Y dejaba soñar a su pincel.
Soñaba cosas maravillosas. Una pintura inmensa, eterna, capaz de decir un
millón de cosas a quienquiera que la viese. Cuatro pinceladas bien dadas y
parecía que la luz quedara atrapada en el pigmento. Vivía pintando sus sueños y
soñando sus pinturas. Y nunca se cansaba de soñar. Soñó cosas altísimas. Soñó
un viaje en barco. Soñó que surcaba los océanos con la más atrevida de las
tripulaciones. Soñó que atravesaba cien tormentas y gritaba al viento mil canciones
de piratas.
Soñó un océano infinito, y
que era todo para él. Soñó que era su barco su tesoro, su dios, la libertad, su
ley, la fuerza y el viento, su única patria, la mar. Y soñó el ruido
ensordecedor de los cañones de bronce, y los gritos de “al abordaje”, y las
victorias, y las derrotas. Soñó que en su travesía se enfrentaba a lobos de mar
y a los demonios de las profundidades, que cortaba la cabeza de Medusa y se
ataba al palo mayor para evitar a las sirenas. Soñó que en su periplo lo
acompañaban algunas personas extraordinarias, por quienes hubiera dado, sin
pensarlo dos veces, la vida entera. Y soñó que un día, cansado ya de navegar,
abandonaba su navío para que otro marinero con ansias de aventura lo encontrase,
y embarcaba en un velero de blancas velas que avanzaba sin necesidad de viento
para poner rumbo por fin y para siempre a Ítaca.
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