Las palabras tienen tal capacidad de expresión y tal poder de evocación, que son objeto de creación artística, mucho más que ningún otro medio.
Cada palabra –y en eso refleja la configuración del hombre- tiene cuerpo y alma: tiene sonoridad y tiene significado.
La significación abarca no solo lo que podríamos llamar la “significación convencional”, que está recogida en el diccionario, también el conjunto de evocaciones que despierta y las relaciones sutiles que la palabra guarda con expresiones hechas.
El poeta Miguel D’Ors decía “que escribir, más que mística o magia o profecía,/ es agrupar palabras en paz y compañía.”
“Amar las palabras –recomienda el poeta Max Jacob-. Repetirlas, hacer gárgaras con ellas. Tal como un pintor ama una forma, una línea, un color.”1
Siguiendo este principio de evocación de las palabras escribí una vez este relato. Aquí os lo dejo. Por si os sugiere algo.
Bolígrafo…
¡Qué palabra tan vulgar!
Y, sin embargo, serviría para realizar aquel viaje.
Y es que Guillermo, cuando escribía, viajaba.
Siempre hacía lo mismo. Sobre un papel en blanco apuntaba una palabra, solo una, con trazos fuertes y seguros.
Luego, cerraba los ojos…
Y esperaba.
Aquella palabra escrita, primero balbuceaba… luego se retorcía, y acababa engendrando un sinfín de palabras que Guillermo iba poniendo en paz y en armonía.
Y así surgían los paisajes, las historias, los compañeros de aquel viaje…
Un día, por ejemplo, se le ocurrió escribir la palabra “piedras”.
¡Qué viaje tan doloroso…! Las jotas y las erres le quebraron la mandíbula… Jadeando, no diré ascendía; trepaba entre barrancos, riscos y peñascos, agarrado a las carrascas y a las tristes rocas grises. Y a cada paso bramidos, y en cada zarza jirones. Ásperos gruñidos…, gritos estridentes… afilados espinos… y entre tanto, arrancando con los dientes pedazos de alquitrán…
Fue duro aquel viaje. En cuanto pudo lo olvidó por completo.
Otro día, con letras muy grandes, escribió la palabra “melancolía”. Con los ojos cerrados repitió despacio… me-lan-co-lía.
No tardó en aparecer el otoño vistiendo de herrumbre cuanto cubría…
Melancolía, repitió. Y emergió el decorado:
Los últimos rayos de un sol moribundo herían los vientres hinchados de unas nubes de algodón despeluchadas. En el horizonte, un reguero cárdeno de sangre y azufre completaba el cuadro…
Melancolía…
Elásticos abedules bailando al compás del viento…
Melancolía…
Y brotaron olas, transportando en sus crestas el inconfundible olor del salitre… y lágrima, y orilla, y suave brisa…
Melancolía…
Y la respiración del mar entró en escena piano –música de fondo-… Unos pies desnudos anclados en la arena… gaviotas, leve bruma… y unos ojos conocidos soñando en no sé qué infinitos…
A Guillermo aquel viaje le cambió por completo…
Tardó mucho en embarcarse de nuevo…
Hasta que, hace poco, sentado frente a un folio en blanco escribió:
“Bolígrafo”
¡Qué palabra tan vulgar…!
Y, sin embargo, sirvió para un nuevo viaje.
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1 Cfr. Humanismo. Los bienes invisibles. Juan Luis Lorda. Rialp 2009. Pp.127-131.
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